Y es que pocos artistas han sido más influyentes, sin alcanzar el gran estrellato, que Lewis Allan Reed. Si bien coqueteó con el éxito comercial en algunos de sus discos de los setenta, la mayoría de las veces tocaba para un gran grupo de seguidores de culto que solo ocasionalmente expandía su visibilidad comercial. Sin embargo, su composición, inusualmente culta (que a menudo abarcaba temas que desafiaban las convenciones de la sociedad, especialmente en términos de drogas y sexo), abrió nuevos caminos que otros artistas seguirían después. Su voluntad de enfrentarse a su público lo convirtió en un precursor de vital importancia para la revolución punk. Aunque no fue tan celebrado como guitarrista, su forma de tocar la guitarra (con ese ritmo repetitivo y punzante) y la gracia ruidosa de sus punteos y solos lo convirtieron en un héroe para los músicos que valoraban su personalidad por encima de su habilidad. Abarcó una cantidad notable de terreno estilístico: pasando de la psicodelia vanguardista y el garaje minimalista de The Velvet Underground a ese cantautor introspectivo que ejercitó géneros como el glam, el art rock, el hard rock, el noise, el proto-punk, la vanguardia confesional, el jazz rock, el pop, la crítica social y ambiciosas adaptaciones literarias. Sin embargo, a pesar de todas sus deformaciones creativas, nunca dejó de sonar a sí mismo, a Lou Reed, con su adusta e inefable actitud fría (casi borde) propia de algunos elementos del centro de la ciudad que lo informaba de todo, su adorada Nueva York. Un tipo que supo mostrarse tanto vulnerable como controvertido y altanero, pero que supo confirmarse como una leyenda del pop y vector esencial para entender muchas cosas dentro del negocio de la música grabada.
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