Hagamos un poco de historia. Yo me he criado en una
colonia privada de funcionarios y en esta, a principios de los ochenta,
habitaban una serie de personajes que tenían a los Ramones como eje sobre el
que pivotaban —literalmente— sus existencias. Allí residía un taxista que
llevaba pegatinas de los de Forest Hills soldadas con Loctite a su herramienta
de trabajo, otro dibujaba y vendía a demanda comics que narraban las andanzas
de Joey, Johnny, Dee Dee y Tommy (después sustituido por Marky), un buen amigo
ahora se dedica a tatuar en la piel de otros caricaturas de los neoyorquinos y
otro llevaba un corte de pelo (aparte de la indumentaria) clavado al de Johnny Ramone.
Si era verano, y estaban las ventanas abiertas, en las casas del barrio se
escuchaban nítidamente «Sheena Is A Punk Rocker», «I Wanna Be Sedated», «Teenage
Lobotomy», «Pinhead» o «Beat On The Brat»; amén de estar atronando en los radiocassettes portátiles que
proliferaban en cada esquina. Con estos condicionantes, lo raro es que me
gustaran Eurythmics, ABC o A-ha.
Porque sí, los Ramones son mi banda favorita de siempre,
quiera o no, me gusten más otras o no y sean buenos o no; durante mis años
formativos estuve expuesto de tal modo a su influjo que me es imposible no
designarlos como capitales en mi educación sonora.
Y llegó el momento de salir del colegio y mudarme al
instituto. Ya estábamos situados en la segunda mitad de la misma década y aquel
poso que dejó el cuarteto de Queens en mi preadolescencia había tenido una
lógica influencia en mis gustos musicales, que se habían bamboleado entre el punk más melódico, la new wave más combativa y el rock radical
vasco. Sonoridades, todas ellas, lógicas (entiendo yo) en el adiestramiento un
chaval de catorce-quince años, no como ahora. Mis dos primeros años de B.U.P.
me los pasé repitiendo curso, acostumbrándome al sabor de la cerveza —del que
ahora ya tengo un doctorado cum laude—
y nadando en tierra de nadie en cuanto a lo de “qué escuchar” en ese momento. Pero
llegó el año 1989 y todo cambió, para mejor y para siempre. Yo ya estaba en
segundo curso de bachillerato y en mi clase había un chico cuyo hermano mayor
tenía una colección de LPs más que generosa. Como se hacía con frecuencia en
aquella época, él me grabó en cinta de cassette
una pequeñísima parte de ese ignoto material para mí (sobre todo del publicado
ese mismo año). Todavía las conservo y en ellas se almacenaban, entre otros, On Fire
de Galaxie 500, Green de R.E.M., Doolittle de Pixies, Wooden Foot Cops On The Highway de The Woodentops, el Only Life de The Feelies o el disco de
título homónimo de Primal Scream. Pero que hizo el click más acusado en mi materia gris fue el estreno en disco grande
de The Stone Roses. Literalmente me voló la cabeza e hizo que entendiera muchas
cosas desde una nueva perspectiva. Comprendí, de un plumazo, que no todo tenía
que ser ruido (aunque este almacenara bonitas melodías), también existía otra
manera de concebir y hacer música. Yo no tenía muy claro que era aquello de la música
pop independiente, si es que por aquellas ese término se utilizaba, pero me daba
igual la etiqueta, para mi The Stone Roses
tenía (y era) todo lo que a mí me gustaba sin saberlo. Mi norte, mi sur, mi
manera de juzgar ciertas cosas y de enfrentarme a ellas con otra mirada, con
otra perspectiva, con mayor amplitud de miras; en definitiva me cambió la vida
para siempre.
Todo esto viene a colación porque el próximo 2 de mayo se
cumplen treinta años de la edición de unos de los discos más sobresalientes que
se hayan grabado nunca. Un álbum por el que ha patinado el paso el tiempo de
una manera maravillosa, que sigue sonando efectivo, diferente, embriagador y tremendamente
atemporal. Ian Brown, Gary “Mani” Mounfield, Alan John "Reni" Wren y John
Squire —confesos admiradores de época más psicodélica de The Beatles— se
encerraron con un antiguo operador de cinta en Abbey Road, y posteriormente
reputadísimo productor, John Leckie (George Harrison, XTC, Roy Harper, The Adverts, Felt, The Fall), para
registrar las canciones de su estreno en LP. Las sesiones se espaciaron desde junio de 1988 hasta febrero de 1989 y el sello
encargado de ponerlo en circulación fue la pequeña etiqueta londinense Silverton Records. The Stone Roses no obtuvo un éxito inmediato,
pero caló entre los plumillas británicos de la época, que se deshicieron en
elogios para con sus psicodélicas bondades.
Como muchos ya sabréis, The Stone Roses eran nativos de
Manchester y siempre les perseguirá el hecho de pertenecer, coyunturalmente, a aquel movimiento llamado Madchester, con el que no tenían prácticamente nada que ver en
cuanto a su manera de entender el pop. Hay
más paisley underground en este disco
que en muchos de los que se grabaron en California pocos años antes. Porque The Stone Roses es una banda
clásica en la acepción “diccionarial” del término.
Quizá el año de aparición del disco nos muestre respuestas
a ciertas cuestiones de estilo y ponga de manifiesto la vigencia de un material
registrado principalmente en los Battery Studios de Londres. Porque con el espíritu
de aquel nuevo pop británico de guitarras (atornillado por The Smiths) bien
aprendido, la resaca de la celebérrima cassette C-86 ya dormida con Alka-Seltzer y
su mentada adoración por los cuatro de Liverpool, los mancunianos supieron
dotar de verosimilitud su indisimulado acercamiento al pop psicodélico más
melódico y adherente. Por supuesto que The Beatles (y algo de los Byrds del Fifth Dimension) están ahí, más que
presentes, pero no podemos obviar un cierto poso del folk rock gestado en su país
a principios de la década anterior, ni tampoco la arrolladora personalidad que
emana de todas y cada una de las composiciones que secuencia el LP.
Mención aparte hay que hacer del trabajo a la batería de Reni
y a la guitarra de Squire, parece como si hubieran nacido con esos instrumentos
debajo del brazo. Ellos se encargan, cada uno desde su esquina del cuadrilátero,
de contribuir a que el apartado rítmico y melódico resbale como el aceite
sobre una hoja de lechuga. Ese impecable trabajo a las baquetas y las seis cuerdas
me parece lo más llamativo del disco,
pero no podemos olvidar la precisión de "Mani" al bajo y la dulce, brillante y muy británica voz de Brown (que ya no llegó a estas cotas nunca más), que permiten que
podamos catalogar su disco de presentación como de soberana masterpiece.
Todo lo expresado anteriormente se hace patente en el corte
que cierra el disco (y también en «Waterfall», pero con menor duración), titulado
«I Am The Resurrection». Más de ocho minutos de frenesí melódico y una declaración
de intenciones sobre lo que harían de ahí en adelante. Algo así como la última
piedra que les faltaba por colocar en su particular templo psych pop. Se divide en dos partes: la primera —en la que pone voz
Brown— es una oda al desamor y un alegato a su propia manera de entender la música
popular, es decir, no se aleja casi nada de lo que nos muestra el grueso del
resto del disco; pero la segunda parte es una catarata de quebrados y obsesivos ritmos de batería (cercanos a los
tambores de las tribus africanas), con una guitarra que bascula del funk al hippy rock a la Jimmy Hendrix, pasando por el jangle pop y por el progresivo. Todo ello percutido por un bajo
acolchado, que siempre está al servicio de lo que la lisergia mande, y la
maestría de Leckie desde la pecera.
El colofón perfecto para un disco único, por lo menos
para mí, que todavía me acompaña puntualmente y que consigue que me emocione del mismo modo como lo hice cuando lo escuché por primera vez, hace ahora treinta años.